Quien llega a Bilbao no lo hace por casualidad. Su caprichosa orografía, la escurridiza ría que la divide en dos y su cambiante clima convierte cualquier viaje a la capital de Bizkaia en una acción premeditada con cierta alevosía. El que aquí llega, queda además atrapado por su maraña de calles con barras plagadas de exquisita comida –moderna y de toda la vida–, su extenso repertorio de planes culturales y el alma «botxera», como se llama cariñosamente a los bilbaínos, que rezuma por los cuatro puntos cardinales. Vuelve con nosotros una y otra vez a la capital que mutó de gris e industrial a ciudad artística y llena de vida.
Más de 25 años han pasado ya desde que, de la mano de Frank Ghery, los márgenes de una ría hastiada de respirar humo se vistiesen de formas sinuosas para recibir con ilusión una de las colecciones de arte más reseñables del mundo. Bilbao se llenaba entonces de promesas de cambio y transformación, de dinamización artística y cultural que se han cumplido con creces. Nacía el Museo Guggenheim de Bilbao. Líder de la renovación urbanística de la ciudad, hoy comparte vanguardismo y carácter disruptor con las torres japonesas de Isozaki y con las cartas de algunos restaurantes. Parientes lejanos, el multidisciplinar Azkuna Zentroa (Alhóndiga), el Museo de Bellas Artes, el Teatro Arriaga o el Bilbaoarte, tampoco dejan de insuflar arte en las venas de la ciudad. Del otro lado de la moneda, Las Siete Calles son la prueba de que «Botxo» –el apodo de Bilbao– mantiene intactos su arraigo y sus costumbres más tradicionales. Aquí, el choque de paraguas bajo la lluvia y el de zuritos se viven con la misma dicha. Al igual que el de katiuscas en el Parque de Doña Casilda o en el kiosco del Arenal. Y si arrecia, basta con pasarse por el Mercado de la Ribera para comer y olvidar.
En Euskadi son muy de monte, pero no hemos venido a Bilbao a hacer trekking. Nos conformamos con subir en el funicular centenario de Artxanda para coger altura y disfrutar de una bonita panorámica de la ciudad que alcanza hasta el Cantábrico. De vuelta a la estación, en el Campo Volantín, cruzamos por el Zubizuri para fijar la vista y el rumbo en el Paseo de la Memoria, un museo jardín que se extiende por tres kilómetros salpicados, entre otros, de obras de Chillida o Dalí. Ya cerca del puente Euskalduna, la Grúa Carola nos recuerda el peso que tuvo la industria bilbaína. El buen sabor de boca que nos ha dejado el paseo solo se puede mejorar con una mesa en el estrella Michelín del Palacio Euskalduna.